Toda persona que habite la Tierra (y seguro que en otros planetas no se distancian mucho de ésto) ha experimentado la necesidad de abrir la puerta de su interior a otra persona, de CONFIARLE un secreto, un trocito de nosotros. ¿Es grandioso, verdad?
Esa sensación de alivio que queda, que aunque efímera es necesaria e irreemplazable.
No todo ser humano es apto para guardar un secreto, y no, no me refiero a que las personas que midan más de 1.90 no puedan, o queden excluidas las de cabello moreno, por ejemplo.
Cada uno de nosotros tiene algo especial, algo indescriptible que solo ciertas personas pueden percibir. Es el tacto con el que las tratamos, las sonrisas que compartamos o los momentos que vivamos junto a los demás quizás, lo que nos llevará decididos a hacer de nuestro compañero un baúl de historias que no se pueden contar.
Pero como todo lo valioso en esta vida, debe ser cuidado con esmero, ya que la confianza es un objeto de cristal, frágil como pocas cosas. Basta con que la tiremos una vez al suelo para que se rompa en mil pedazos, pequeños como lágrimas y sea imposible su reconstrucción.
Por ello, antes de abrir ese baúl sin permiso aun teniendo la llave para hacerlo, debemos pensar si de verdad vale la pena sacar lo que hay dentro sabiendo que no volverá a entrar nada más. Un baúl vacío no sirve para nada.
No debemos confiar tampoco en aquellos seres que dicen ser tumbas, tendiéndote así una falsa mano que desaparece cuando la vas a agarrar. Hasta las tumbas mejor cerradas pueden ser abiertas con las herramientas adecuadas.
No hay baúl en este mundo lo suficientemente seguro ni ataúd perfectamente cerrado, el cristal como mejor está por tanto, es con uno mismo o, si debe ser depositado en algún sitio, bajo tierra. Los secretos mejor guardados, no han sido nunca revelados.
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